Yokoso Japan! – Un día en el Palacio Imperial de Tokio
Yokoso Japan! – Un día en el Palacio Imperial de Tokio
¡Konichiwa!
Si hay un sitio catalogado de obligada visita en Tokio, ése es el Kokyo o Palacio Imperial. Con semanas de antelación, marcamos el jueves 9 de diciembre a las 10:00 hrs. como la fecha elegida para conocerlo. De hecho, ésta era una de las pocas actividades inamovibles del viaje; la razón: el palacio sigue siendo residencia oficial de los emperadores japoneses y como consecuencia de la férrea seguridad que lo rodea, es imprescindible tener cita previa para poder visitarlo. La solicitud se hace a través de la página sankan.kunaicho.go.jp, y una vez concedido el permiso se recibe un correo electrónico donde viene plasmado el código de autorización junto con la fecha y hora exacta a la que debemos presentarnos. Esta información, junto con un documento personal con fotografía, es indispensable para poder entrar.
Como ese día daba comienzo el Mundial de Magic, nuestros guías expertos dijeron sayonara, y Maleny y yo tomamos las riendas de nuestro proceso de descubrimiento de la ciudad. Para no llegar tarde a nuestra cita, desayunamos algo ligero en una tienda de conveniencia (Lawson) dentro del hotel y salimos pronto, camino de la estación más cercana: Kaihin-Makuhari. Tras unos treinta minutos en tren (de pie, obviamente, porque era hora punta) y otros tantos en metro, llegamos a la estación Tokio, indicada como la más cercana al Palacio Imperial.
Yo esperaba salir y quedar maravillada con la visión del palacio, pero para mi sorpresa, el Kokyo no asomaba por ningún sitio y lo que es peor, no habían a la vista carteles para guiar a los turistas despistados como nosotras. Mapa en mano intentamos encontrarlo… ¡Misión imposible! Tampoco es algo raro: a mí se me da muy, pero muy mal lo de leer mapas; generalmente bromeo diciendo que mi GPS interno vino averiado de fábrica, pues no sé cómo lo hago, pero siempre me las ingenio para perderme. En vista de que esto no funcionaba, pasamos al plan B: preguntar. Una vez más la barrera idiomática salió a nuestro encuentro, pero entre señas y las muchas ganas que tienen los japoneses de ayudar, nos pusimos en el rumbo correcto.
Al final, no es que el palacio estuviese muy cerca de la estación; caminamos unos buenos 15 minutos para llegar. Cuando alcanzamos la que creímos era la puerta Kykyo-mon nos indicaron que en realidad estábamos al otro lado, y que teníamos que cruzar la explanada imperial (la que separa al palacio del centro de Tokio). Miramos en esa dirección y no divisamos el final y… ¡Ohhh no, alarma! Ya eran las 09:50 hrs. Corrimos un poco, ejercicio que no nos hizo mal, y por fortuna, cuando llegamos aún estaban revisando los documentos de los últimos turistas de la cola.
Nos hicieron pasar a una sala de espera donde nos reunimos con aproximadamente otras cien personas (en su mayoría japoneses) que esperaban pacientes a que la visita diera comienzo. Nos facilitaron una audioguía en inglés, gratuita al igual que la visita, y una nota donde ponía que por motivos de seguridad los baños estarían abiertos únicamente antes de comenzar la visita y que una vez terminado el tour solamente se podría acceder a la sala para devolver la audioguía y retirar objetos de la consigna.
Finalmente llegó el momento de comenzar. Un par de guías encabezaban la procesión y otros cuantos guardias imperiales vigilaban que ningún turista «despistado» se alejase del grupo o se quedase rezagado a posta. Andando a paso rápido, solamente nos permitían pararnos en sitios indicados y prácticamente teníamos que hacer las fotos sobre la marcha.
El recorrido no incluye el interior de ningún edificio, sino que se trata de un paseo entre las algunas de las estructuras más importantes que componen el recinto imperial, que consta de unas 341 hectáreas. Se dice que durante la época de la burbuja inmobiliaria de Japón, se estimaba que el valor de este terreno era mayor que el de todas las propiedades del estado de California. ¡Vaya!
Gracias a la audioguía, me enteré de que el palacio es residencia imperial desde 1888, cuando la capital del imperio se trasladó de Kioto (ciudad capital) a Tokio (capital del este). En la década de los 40 perdió este estatus, tras su destrucción por bombarderos durante la Segunda Guerra Mundial. Más tarde se reconstruyó siguiendo el mismo estilo de la fortaleza Edo original y como dato curioso, todos los edificios del recinto están conectados entre sí por medio de pasajes subterráneos.
El tour inició con un vistazo a las murallas del palacio, donde pudimos contemplar grabados símbolos de los diferentes emperadores que lo han habitado. A continuación pasamos a ver mi edificio favorito, el Fujimi-yagura u observatorio del Monte Fuji, desde cuya parte superior, y como indica su nombre, se divisa este volcán. ¡Lástima que no nos dejaban subir!
El siguiente punto de la visita fue la plaza Kyuden Totei, frente a la sala de recepciones Chowaden, sitio en el que nos detuvimos por más tiempo y en el que el guía se extendió al máximo en sus explicaciones. Según comprendí, cada 23 de diciembre, con motivo del cumpleaños del emperador Akihito, y el 2 de enero, debido a la celebración del año nuevo, el Palacio Imperial abre sus puertas para que todos los ciudadanos que así lo deseen entren y escuchen el breve discurso que da el emperador desde la balconada acristalada de este edificio. En el evento además, se reúnen la emperatriz Michiko y el resto de la familia imperial que junto a Akihito saludan a todos sus compatriotas. De este acto sale la foto oficial que podemos encontrar plasmada en las tiendas de recuerdos del palacio, en forma de abanicos, calendarios, postales, pósteres y demás tipo de souvenirs.
Otro de los puntos clave a visitar es el Nijubashi o puente doble de acceso al palacio. Es una clásica estampa de Tokio; originalmente se trataba de un puente de madera de dos niveles, que al igual que el palacio fue destruido y tras su reconstrucción se convirtió en dos plataformas, una de acero y otra de piedra, en cuyo foso, ocasionalmente, se pueden contemplar cisnes tomando un baño. 😉
El recorrido duró aproximadamente una hora, tras la cual fuimos conducidos de vuelta a la sala de espera. Allí nos dividieron en dos grupos: los que querían salir de los terrenos del palacio y los que querían visitar los jardines del este, los únicos abiertos al público. Nosotras por supuesto, nos incorporamos al segundo de los grupos.
Mientras esperábamos, formados como niños de escuela que aguardan su turno para cruzar la calle, nos encontramos con una cuadrilla de trabajadores que, escoltada por guardias del palacio, se trasladaban, asumo yo, a su sitio de descanso. La escena llamó poderosamente mi atención: todos iban uniformados del mismo color, con un carnet de identificación prendido de la chaqueta y en el mismo sitio, colocados por parejas y en fila india perfectamente alineados… ¡Eran la estampa del orden! En su mayoría se trataba de mujeres de mediana edad y hombres de más bien edad avanzada que se dedicaban a cuidar los jardines del palacio. Más adelante los volvimos a ver, esta vez en plena faena, trabajando literalmente hombro con hombro y sin dejar ninguna zona de su cuadrante por limpiar, incluso recogían una a una las hojas secas de entre la hierba, los arbustos y en la base de los árboles. ¡Me pareció increíble!
Llegados a la puerta de los jardines, nos encontramos con otro control de seguridad, donde nos hicieron entrega de un cupón numerado que ponía «visitor» y finalmente nos dejaron el libertad.
Aquí me di gusto haciendo fotos, ¡los jardines eran preciosos! Destacaban los colores del otoño, presentes en cada esquina; las tonalidades de rojo, naranja, rosa, amarillo… Los árboles, espectaculares; algunos muy frondosos, otros sin hojas aunque aún así imponentes. Las rosas chinensis brotaban por doquier; y fuentes de agua y bayas rojas y amarillas daban el toque final a la decoración del panorama. Se trata de un sitio muy tranquilo, en el que a pesar de estar en pleno Tokio se respira paz y sosiego. No se escucha ni un sólo automóvil y no se ven los rascacielos que están construyendo a unos pocos kilómetros. Es un sitio ideal para hacer un picnic y echarse a leer un buen libro.
Mientras caminábamos nos encontramos con un par de pinos comunes, que según ponía la leyenda a sus pies había sido un regalo de los reyes de España para los emperadores japoneses y que la misma emperatriz Michiko los había sembrado. Lo primero que pensé al ver esto fue que cuando eres emperador es complicado regalarte algo que no tengas, así es que lo mejor es decantarse por algo original y natural, jajaja.
Tras despejar nuestros pulmones y mente en este paraje tan idílico, empezamos a sentir el efecto del hambre. Ésa fue la señal de que debíamos partir en busca de nuestra siguiente aventura. Obviamente, nos volvimos a perder buscando la estación del metro y terminamos comiendo en un pequeño restaurante que encontramos cerca. Tras mucho caminar hallamos una entrada al subterráneo totalmente distinta a aquella por la que habíamos salido originalmente. Y así, pusimos rumbo hacia Akihabara, el barrio geek/friki de Tokio y luego, en la noche: ¡Karaoke!
Dejaré la historia aquí por hoy. Espero que les haya gustado y, ¡gracias por leer las historias del perro viajante! 😉
Lussy
¡Konnichi wa, Naty san!!. Sin duda una experiencia inolvidable la visita al palacio imperial.
¡Madre mía! con los jardineros…sin comentarios. Y las fotos de los colores del otoño están preciosas.
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